Flash Carioca



La cosa es que cuando uno anda con suerte, nada ni nadie puede decirle a uno “che, loco pará un toque, no limés”. Nada que en fin, todo lo contrario. Esa noche me sentí un tocado por la vara de esa para algunos pocos, los privilegiados. El corso había empezado hacía no más de media hora, estaba solo, con un amigo cobrando las entradas, y quedamos en que iba a ver la salida de la comparsa que había traído la comisión organizadora. Hasta dónde sabía por los comentarios de los entendidos en el tema, se trataba de una cotizada comparsa del interior de la provincia, con más kilómetros en las patas que kung Fu, las más bellas bailarinas y varios premios otorgados en la fiesta del salamín o algo así.

Entonces, el canje con mi compañero comenzó a llevarse a cabo, un rato yo y después él. De atrás ya se veía que las minas más buenas de la comparsa estaban adelante. En una de esas, pasó un pendejo y me llenó de espuma la remera. Lo putié así como para seguirle el juego, hacer de piola, porque me considero un tipo que todavía no perdió los códigos. Al toque volvió, me hizo unas embestidas ágiles tipo Pájaro Caniggia y cuando lo tuve a medio metro pensé en darle un chute en el orto así como en tren de joda, pero sentí que estaba siendo observado y decidí hacerme el sota.

Los borregos continuaron con sus gambetas entre la gente que se iba acercando al escenario, foco principal del evento, donde se cocinaba la diversión, digamos, el núcleo mismo de una costumbre anual muy familiera. Las carrozas ya estaban por dar una vuelta y escucho al capanga de la comparsa que pega unos gritos así medio como un cacique bien cojudo y en un abrir y cerrar de ojos todos quedaron acomodados, moviendo las plumas a modo de ensayo de salida, como hacen los boxeadores cuando están cagados y dan vueltitas sin despegarse del rincón.

En eso, siento que me golpean de atrás. Para mis adentros pensé que era alguno de la carroza de la casa embrujada o una mascarita o alguno de los caballitos de bolsa. Me hice el boludo y seguí pispiando a las expertas en esa especie de muévelo muélvelo goloso. No puedo describir la sensación de esa energía que despedía y esa marcha emplumada. En un momento pensé que estaba muy cerca de un fuego rojo que me iba a encender en una especie de infierno gustoso, lujurioso, todo aceitoso, bien vicioso. La misma mano otra vez. No reparé en ese chiste que se extinguía en dos segundos, el impostor se iba a dar a conocer.

Cuando por fin dije a ver, era ella. Que quería saber cómo venía con el tema de las entradas y que a una de sus amigas la había perdido después de ir al baño. Que estaba tomando Coca porque la Sprite estaba caliente y que la hamburguesa tenía mucho picante. Creo que por el ajo dijo, pero la verdad es que estaba como recién vuelto del calor aceitoso y ya todo empezaba a chuparme literalmente un huevo. Cero ganas de tomarme el trabajo de contestar reclamos. Es un corso, viejo, hay que poner la mejor, hacerse el picante, sumar al espectáculo todo. Entonces ya la cosa se puso así medio piedra.

—Tenés olor a alcohol, René. Esto empezó hace veinte minutos y ya estás en pedo —afirmó sin las pruebas fehacientes del caso.
—No, amor si tomamos dos fernet y recién nos armamos un whiscola medio neeenita —dije con acento de Córdoba Capital, como para que la flaca le empiece a poner un poco de onda.
—Bueno, bueno —dijo y pareció convencida. —Recién vi a tus primos de Zapiola.
—Ah, mirá —esbocé de acostumbrado nomás. Mi interés estaba en frente y sentía como que un láser de luz caliente me cocinaba enterito, como una papa frita.

Era la mirada de la morocha que comandaba la comparsa. No tenía más de veinte años, una sonrisa brillante y una pose que por lo que calculé así medio on fire no me pasaba por más de doce centímetros, nada. El marrón de sus curvas hacían contraste con el blanco brilloso de las plumas y movía los pechos con un crepitar lento y espeso. Así fue que sentí que dejaba todo y que me iba bien a la mierda: con un par de mudas, la Helatodo, la carpa, un mazo de cuarenta, velas y que me vayan a buscar. Sí, en un momento me vi al lado de una laguna a la tardecita, mirando el andar del agua calma, con la caña a un costado, como para darle un poco más de calor a la garganta en un verano interminable. Ella que me pide que le cuente cómo sería mi cielo ideal o algunas anécdotas de mi época de promesa asociada al gol.

—La verdad, qué lindo plan el nuestro. ¿Qué decís?
—Si, no conocía la laguna de Monte.
—La puta si no vale la pena estar vivo.
—Ay, sos un amor, René.

A la noche, alguna musiquita tranca, dos fernet y el fuego ahí quemando las brasas para cocinar un pedazo de vacío for export. Un brindis con un tinto etiqueta nacional, así como un para un jueves a la noche, ponele y el fuego en los rostros cargados de un día agitado. Una caminata contemplando el espejo de agua y a no renegar de tanta vida silvestre que para eso llevamos un colchón inflable. Un espiral por si los mosquitos, el cielo estrellado y a noniar cucharita después del pecado. Ahí el pecado fue temperamental y de pronto volvió el calor, pero se mezcló con el frío y el corso. La morocha me estaba penetrando con la mirada y miré a los costados: nada. Y a atrás: nada. Era para mí. Sí, para mí. Después de esa noche empezaría nuestra historia de pasión a primera vista. Y me seguía el calor en los cachetes y sentí el codazo en las costillas.

—Ah, pero sos un pajero, René. Dejá de hacerle caras a esa mina, boludo.

Por René Catto

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