Caminando
por cuadrados mis cuádriceps, bien peinado, perfumado y un misil pasó por mis
ojos, peinó mi pelo y formó un jopo dinamitado lleno de olor a pólvora, juro
por el sol que hubiera dado una falta envido por ese polvo pero tenía solo un
gol y unas manos callosas de tanto cielo. Miré delicadamente el cielo y sonreí.
Pensé en decirle que estaba en guerra pero es tan linda que tenía miedo que
corra con sus atrofiados gemelos hacia su montaña perfecta y desde ahí me grite:
sos un lagarto humano fumando Marlboro que muestra el número del celular. Dame una
cerveza, le dije a José el dueño de Quilmes, José el fierrero, el cargado de
risas infantiles, él me dijo: “deja la mesa que es para tomar y andá a buscar
tierra en tus deseos íntimos que se desnudan ante un poco de polvo, de pisos
sin barrer”. Me ajusté bien los pantalones y le dije a mi hembra que un hombre
sin un ruido sexual es una médula virgen y eso los hace competentes.
Pero ella se iba, loco, se iba, cerraba los ojos, la re cagaba a flores pero se iba por la arena cuando yo pensaba en
jardín. José el fierrero se dio cuenta que ya salía el sol y yo había prometido
la vida, me hizo firmar unos papeles y
me dio un 22. Yo solo le pregunte: “¿ese cigarrillo es de menta?” Me dijo que sí,
entonces cargué mi bolso negro y me fui a otro
planeta a hablar con José.
Que bien que la pasamos en Paraguay,
hasta flores de postre y nada de
postre. Nos pusimos a pescar y las carpas
saltaban pasando la tierra pero siempre
hay uno que dice que no se pesca nada, hasta que se metió en bote con jopo
y pólvora a matar con escopetas tiburones.
El tema
fue cuando todos los presentes en la costa se dieron cuenta que el agua era
tierra y el bote era un renó 12 rojo con vidrios polarizados y música fuerte.
Mirá que tantos cartuchos para tan pocos tiburones comentaban cuando dos
nutrias hacían el amor.
El hombre del polvo y la imaginación al costado del cerebro encendía un pucho
al revés y creía que largaba humo, pero en realidad era aire, ese aire que parece
humo cuando hace frío.
Por la carretera que genera espejismos acuáticos nos vamos yendo al planeta que
liberaría la malta de la Quilmes, libertad asegurada como el trigo cuando se
exportó a Europa en el 90.
Misiles de
polvos otra vez persiguiendo las narices acaloradas del desierto silvestre y José
que me mira y me dice: “pero los Marlboro ya no vienen más mentolados”.
La concha, otra vez me acuerdo de la cara linda de esta yegua indomable y me
agarra un dolor de panza que me hace pegar un volantazo aunque el que manejaba
era otro tipo más consciente y menos borracho que cualquiera de todos ustedes que
seguramente ya no me prestan atención.
¡Andate! le digo a la imagen en mi cabeza aplastada por un tubo de ensayo que tenía
una mezcla de alcohol y 20 elementos químicos distintos, ¡ándate la puta que te
parió, no ves que vamos a chocar!
Entre volantazo que viene y volantazo que va, la mejor oferta no era un curso
de office y terminamos en un arroyo de Caaguazú pescando tiburones.
Tenía a un tiburón en la mira quien el mismo me mira y me dice: “¡pará! que me
voy por donde vine y de paso conozco las cataratas del Iguazú”, me quedé perplejo.
En la ventanilla del renó rojo, abrazado a la puerta, discutiendo con un hombre
de traje y jopo, que estaba más duro que Tinelli y tenía en la remera a Steven
Spielberg con una remera de su peli Tiburón estrenada en 1975.
Junto a Matias y Menotias
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